Nuestra
inteligencia emocional
determina nuestra capacidad para aprender las habilidades emocionales
prácticas. Nuestra competencia
emocional, a su vez, determinará hasta qué punto hemos sabido
trasladar ese potencial a nuestro trabajo. Por eso, el que tengamos una
inteligencia emocional elevada no garantiza que logremos un alto desempeño: tan
solo nos dice que tenemos la facilidad de desarrollar las competencias que nos
lo permitirán. Por ejemplo, una persona puede ser muy empática pero no saber
cómo tratar a los clientes o cómo orquestar los esfuerzos de un equipo de
trabajo.
La
inteligencia emocional determina el modo en que nos relacionamos con nosotros
mismos, así como la forma en que nos relacionamos con los demás. El primer caso
se refiere a la competencia personal, y puede ser subdividido en tres grandes
grupos, a cada uno de los cuales le corresponden una serie de competencias
específicas. El segundo caso corresponde a la competencia social e, igualmente,
puede ser subdividido en dos dimensiones que abarcan diferentes competencias
puntuales.
La competencia personal
Este
ámbito de la inteligencia emocional reúne doce habilidades específicas
relacionadas con el mundo del trabajo, que se pueden clasificar en tres grandes
grupos:
Conciencia de uno mismo
- Conciencia emocional
- Valoración adecuada de uno mismo
- Confianza en uno mismo
Autorregulación
- Autocontrol
- Confiabilidad
- Integridad
- Adaptabilidad
- Innovación
Motivación
- Logro - Compromiso
- Iniciativa
- Optimismo
La competencia social
Este
segundo ámbito de la inteligencia emocional se divide en dos campos y agrupa
trece habilidades clave para relacionarse con los otros.
Empatía
- Comprensión de los demás
- Desarrollo de los demás
- Orientación hacia el servicio
- Aprovechamiento de la diversidad
- Conciencia política
Habilidades sociales
- Influencia
- Comunicación
- Gestión de los conflictos
- Liderazgo
- Catalización del cambio
- Establecer vínculos
- Colaboración y cooperación
- Capacidades de equipo.
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